lunes, 27 de mayo de 2013

SAL CON UNA CHICA QUE NO LEE



Sal con una chica que no lee. Encuéntrala en medio de la fastidiosa mugre de un bar del medio oeste. Encuéntrala en medio del humo, del sudor de borracho y de las luces multicolores de una discoteca de lujo. Donde la encuentres, descúbrela sonriendo y asegúrate de que la sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le haya quitado la mirada. Cautívala con trivialidades poco sentimentales; usa las típicas frases de conquista y ríe para tus adentros. Sácala a la calle cuando los bares y las discotecas hayan dado por concluida la velada; ignora el peso de la fatiga. Bésala bajo la lluvia y deja que la tenue luz de un farol de la calle los ilumine, así como has visto que ocurre en las películas. Haz un comentario sobre el poco significado que todo eso tiene. Llévatela a tu apartamento y despáchala luego de hacerle el amor. Tíratela. 

Deja que la especie de contrato que sin darte cuenta has celebrado con ella se convierta poco a poco, incómodamente, en una relación. Descubre intereses y gustos comunes como el sushi o la música country, y construye un muro impenetrable alrededor de ellos. Haz del espacio común un espacio sagrado y regresa a él cada vez que el aire se torne pesado o las veladas parezcan demasiado largas. Háblale de cosas sin importancia y piensa poco. Deja que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponle que se mude a vivir contigo y déjala que decore. Peléale por cosas insignificantes como que la maldita cortina de la ducha debe permanecer cerrada para que no se llene de ese maldito moho. Deja que pase un año sin que te des cuenta. Comienza a darte cuenta. 

Concluye que probablemente deberían casarse porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu vida. Invítala a cenar a un restaurante que se salga de tu presupuesto en el piso cuarenta y cinco de un edificio y asegúrate de que tenga una vista hermosa de la ciudad. Tímidamente pídele al mesero que le traiga la copa de champaña con el modesto anillo adentro. Apenas se dé cuenta, proponle matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad de los que puedas hacer acopio. No te preocupes si sientes que tu corazón está a punto de atravesarte el pecho, y si no sientes nada, tampoco le des mucha importancia. Si hay aplausos, deja que terminen. Si llora, sonríe como si nunca hubieras estado tan feliz, y si no lo hace, igual sonríe. 

Deja que pasen los años sin que te des cuenta. Construye una carrera en vez de conseguir un trabajo. Compra una casa y ten dos hermosos hijos. Trata de criarlos bien. Falla a menudo. Cae en una aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma naturaleza. Sufre la típica crisis de los cincuenta. Envejece. Sorpréndete por tu falta de logros. En ocasiones siéntete satisfecho pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo. Durante las caminatas, ten la sensación de que nunca vas regresar, o de que el viento puede llevarte consigo. Contrae una enfermedad terminal. Muere, pero solo después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo vibrar tu corazón con una pasión que tuviera significado; que nadie va a contar la historia de sus vidas, y que ella también morirá arrepentida porque nada provino nunca de su capacidad de amar.

Haz todas estas cosas, maldita sea, porque no hay nada peor que una chica que lee. Hazlo, te digo, porque una vida en el purgatorio es mejor que una en el infierno. Hazlo porque una chica que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha. Un vocabulario que analiza la belleza innata del mundo y la convierte en una alcanzable necesidad, en vez de algo maravilloso pero extraño a ti. Una chica que lee hace alarde de un vocabulario que puede identificar lo espacioso y desalmado de la retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el desespero del que la ama en demasía. Un vocabulario, maldita sea, que hace de mi sofística vacía un truco barato. 

Hazlo porque la chica que lee entiende de sintaxis. La literatura le ha enseñado que los momentos de ternura llegan en intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es plana. Sabe y exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de la sintaxis conoce las pausas irregulares –la vacilación en la respiración– que acompañan a la mentira. Sabe cuál es la diferencia entre un episodio de rabia aislado y los hábitos a los que se aferra alguien cuyo amargo cinismo countinuará, sin razón y sin propósito, después de que ella haya empacado sus maletas y pronunciado un inseguro adiós. Tiene claro que en su vida no seré más que unos puntos suspensivos y no una etapa, y por eso sigue su camino, porque la sintaxis le permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien vivida. 

Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel. Será paciente en caso de que haya pausas o intermedios, e intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la chica que lee conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda en ellos, pues se ha despedido ya de miles de héroes con apenas una pizca de tristeza. 

No salgas con una chica que lee porque ellas han aprendido a contar historias. Tú con la Joyce, con la Nabokov, con la Woolf; tú en una biblioteca, o parado en la estación del metro, tal vez sentado en la mesa de la esquina de un café, o mirando por la ventana de tu cuarto. Tú, el que me ha hecho la vida tan difícil. La lectora se ha convertido en una espectadora más de su vida y la ha llenado de significado. Insiste en que la narrativa de su historia es magnífica, variada, completa; en que los personajes secundarios son coloridos y el estilo atrevido. Tú, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Pero soy débil y te fallaré porque tú has soñado, como corresponde, con alguien mejor que yo y no aceptarás la vida que te describí al comienzo de este escrito. No te resignarás a vivir sin pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea digna de ser narrada. Por eso, largo de aquí, chica que lee; coge el siguiente tren que te lleve al sur y llévate a tu Hemingway contigo. Te odio, de verdad te odio.


Charles Warnke

domingo, 26 de mayo de 2013

AMOR CONSTANTE MÁS ALLÁ DE LA MUERTE




Cerrar podrá mis ojos la postrera 

Sombra que me llevare el blanco día, 
Y podrá desatar esta alma mía 
Hora, a su afán ansioso lisonjera;

Mas no de esotra parte en la ribera 

Dejará la memoria, en donde ardía: 
Nadar sabe mi llama el agua fría, 
Y perder el respeto a ley severa.

Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido, 

Venas, que humor a tanto fuego han dado, 
Médulas, que han gloriosamente ardido,

Su cuerpo dejará, no su cuidado; 

Serán ceniza, mas tendrá sentido; 
Polvo serán, mas polvo enamorado.

Francisco de Quevedo

miércoles, 24 de abril de 2013

AMOR DE LOPE DE VEGA




Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;

creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe
.


domingo, 14 de abril de 2013

PECES DE CIUDAD


Porque las canciones de Sabina son pura poesía...

Se peinaba a lo garçon
la viajera que quiso enseñarme a besar
en la gare d’Austerlitz.
Primavera de un amor
amarillo y frugal como el sol
del veranillo de san Martín.
Hay quien dice que fui yo
el primero en olvidar
cuando en un si bemol de Jacques Brel
conocí a mademoiselle Amsterdam.
En la fatua Nueva York
da más sombra que los limoneros
la estatua de la libertad,
pero en desolation row
las sirenas de los petroleros
no dejan reír ni volar
y, en el coro de Babel,
desafina un español.
No hay más ley que la ley del tesoro
en las minas del rey Salomón.
Y desafiando el oleaje
sin timón ni timonel,
por mis sueños va, ligero de equipaje,
sobre un cascarón de nuez,
mi corazón de viaje,
luciendo los tatuajes
de un pasado bucanero,
de un velero al abordaje,
de un no te quiero querer.
Y cómo huir
cuando no quedan
islas para naufragar
al país
donde los sabios se retiran
del agravio de buscar
labios que sacan de quicio,
mentiras que ganan juicios
tan sumarios que envilecen
el cristal de los acuarios
de los peces de ciudad
que mordieron el anzuelo,
que bucean a ras del suelo,
que no merecen nadar.
El Dorado era un champú,
la virtud unos brazos en cruz,
el pecado una página web.
En Comala comprendí
que al lugar donde has sido feliz
no debieras tratar de volver.
Cuando en vuelo regular
pisé el cielo de Madrid
me esperaba una recién casada
que no se acordaba de mí.
Y desafiando el oleaje
sin timón ni timonel,
por mis venas va, ligero de equipaje,
sobre un cascarón de nuez,
mi corazón de viaje,
luciendo los tatuajes
de un pasado bucanero,
de un velero al abordaje,
de un liguero de mujer.
Y cómo huir
cuando no quedan
islas para naufragar
al país
donde los sabios se retiran
del agravio de buscar
labios que sacan de quicio,
mentiras que ganan juicios
tan sumarios que envilecen
el cristal de los acuarios
de los peces de ciudad
que perdieron las agallas
en un banco de morralla,
en una playa sin mar.

Joaquín Sabina


sábado, 13 de abril de 2013

EL VIAJERO




Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos o tres veces que Marta se había atrevido a acercarse a su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la casa.
Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta distintamente que llamaban a su puerta, y percibió un acento plañidero y apremiante que la instaba a abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba a Marta desoírlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino honrado se atreve a echarse a la calle, sólo los malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de aventuras y presa. Marta debió de haber reflexionado que el que posee un hogar, fuego en él, y a su lado una madre, una hermana, una esposa que le consuele, no sale en el mes de enero y con una tormenta desatada, ni llama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado zaguera, según costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al través del postigo, preguntase compadecida:
-¿Quién llama?
Voz de tenor dulce y vibrante respondió en tono persuasivo:
-Un viajero.
Y la bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo y dio vuelta a la llave, movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.
Entró el viajero, saludando cortésmente; y sacudiendo con gentil desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía a mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba a hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que llama es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse a levantar los ojos, vio de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle, descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor, acostumbrado al mando y a ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y le decía cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y a fin de disimular su turbación, se dio prisa a servir la cena y ofrecer al viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese a dormir.
Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba para que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya descansado y sonriente, a tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni tampoco a la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que ella no era mesonera de oficio.
Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño ni más amo que aquel viajero a quien en una noche tempestuosa tuvo la imprevisión de acoger. Él mandaba, y Marta obedecía, sumisa, muda, veloz como el pensamiento.
No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía en continua zozobra y pena. He calificado de amo al viajero, y tirano debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor traían a Marta medio loca. Al principio, el viajero parecía obediente, afectuoso, zalamero, humilde; pero fue creciéndose y tomando fueros, hasta no haber quien le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa, cuando menos debía temerse o esperarse, estaba frenético o contentísimo, pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa a la rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos e insensatos, que a los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba como un hombre; ya hartaba a Marta de improperios, ya le prodigaba los nombres más dulces y las ternezas más rendidas.
Sus extravagancias eran a veces tan insufribles, que Marta, con los nervios de punta, el alma de través y el corazón a dos dedos de la boca, maldecía el fatal momento en que dio acogida a su terrible huésped. Lo malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba a saltar y a sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones.
¡Que en olvido las tenía puestas.... cuando el huésped, a medias palabras y con precauciones y rodeos, anunció que «ya» había llegado la ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas que le arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero, que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras, promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce y vibrante, alegó por vía de disculpa:
-Bien te dije, niña que soy un viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.
Y habéis de saber que sólo al oír esta declaración franca, sólo al sentir que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe.
Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender a lagrimitas está él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de sí, el Amor se fue, embozado en su capa, ladeado el chambergo -cuyas plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente- en busca de nuevos horizontes, a llamar a otras puertas mejor trancadas y defendidas. Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos, de temores, de alarmas, y entregada a la compañía de la grave y excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón, que le duele a fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por si llama a la puerta el huésped.

Emilia Pardo Bazán.

lunes, 25 de marzo de 2013

EL GATO BAJO LA LLUVIA




Sólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar. Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario. La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. –Voy a buscar a ese gatito –dijo ella. –Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama. –No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito! El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama. –No te mojes –le advirtió. La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto. –Il piove –expresó la americana. El dueño del hotel le resultaba simpático. –Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes. Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero. –No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo. Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad. –Ha perduto qualque cosa, signora? –Había un gato aquí –contestó la americana. –¿Un gato? –Sí il gatto. –¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír – ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia? –Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito. Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria. –Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará. –Me lo imagino –dijo la extranjera. Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama. –¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura. –Se ha ido. –¿Y donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista. La mujer se sentó en la cama. –¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia. George se puso a leer de nuevo. Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello. –¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil. George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho. –A mí me gusta como está. –¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho. George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar. –¡Caramba! Si estas muy bonita – dijo. La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya. –Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara. –¿Sí? –dijo George. –Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso. –¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura. Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras. –De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato. George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta –Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban. –Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.

                                                          Ernest Hemingway

sábado, 9 de febrero de 2013

FRAGMENTOS DE MILAN KUNDERA



Me encanta el existencialismo filosófico de Milan Kundera, uno de mis escritores favoritos, a pesar de que sus novelas suelen ser bastante pesimistas. Aquí dejo unos fragmentos de dos novelas suyas, La Broma, su mejor novela en mi opinión y la menor pero nada desdeñable, La Despedida.



"A pesar de mi escepticismo me ha quedado algo de superstición. Por ejemplo esta extraña convicción de que todas las historias que en la vida ocurren tienen además un sentido, significan algo. Que la vida, con su propia historia dice algo sobre sí misma, que nos devela gradualmente alguno de sus secretos, que está ante nosotros como un acertijo que es necesario resolver. Que las historias que en nuestra vida vivimos son la mitología de esa vida, y que en esa mitología está la clave de la verdad y del secreto. Que es una ficción? Es posible, es incluso probable, pero no soy capaz de librarme de esta necesidad de descifrar permanentemente mi propia vida. "


                                                                                                   La Broma.



"- Y los santos -continuó Olga- no hacían más que renunciar a la vida. En lugar de hacer el amor, se daban latigazos, en lugar de luchar como nosotros, se iban a las ermitas y, en lugar de encargar la cena por teléfono, mascaban raíces. 


- No entiende usted en absoluto a los santos, señorita. Era gente que tenía un enorme apego a las satisfacciones de la vida, sólo que las alcanzaban de otro modo. ¿Cuál es, a su juicio, el mayor placer para el hombre? Puede adivinar, pero no acertará porque no es suficientemente sincera. No es un reproche, porque para ser sincero es necesario conocerse a sí mismo y para conocerse a sí mismo hacen falta años. Y ¿cómo podría ser sincera una chica que irradia tanta juventud como usted? No puede ser sincera, porque ni siquiera sabe lo que lleva dentro. Pero, si lo supiese, debería coincidir conmigo en que el mayor placer es el de ser admirado."



                                                                                                  La Despedida.

martes, 5 de febrero de 2013

LA BOCA ...





Boca que arrastra mi boca: 
boca que me has arrastrado: 
boca que vienes de lejos 
a iluminarme de rayos. 

Alba que das a mis noches 
un resplandor rojo y blanco. 
Boca poblada de bocas: 
pájaro lleno de pájaros. 
Canción que vuelve las alas 
hacia arriba y hacia abajo. 
Muerte reducida a besos, 
a sed de morir despacio, 
das a la grama sangrante 
dos fúlgidos aletazos. 
El labio de arriba el cielo 
y la tierra el otro labio. 

Beso que rueda en la sombra: 
beso que viene rodando 
desde el primer cementerio 
hasta los últimos astros. 
Astro que tiene tu boca 
enmudecido y cerrado 
hasta que un roce celeste 
hace que vibren sus párpados. 

Beso que va a un porvenir 
de muchachas y muchachos, 
que no dejarán desiertos 
ni las calles ni los campos. 

¡Cuánta boca enterrada, 
sin boca, desenterramos! 

Beso en tu boca por ellos, 
brindo en tu boca por tantos 
que cayeron sobre el vino 
de los amorosos vasos. 
Hoy son recuerdos, recuerdos, 
besos distantes y amargos. 

Hundo en tu boca mi vida, 
oigo rumores de espacios, 
y el infinito parece 
que sobre mí se ha volcado. 

He de volverte a besar, 
he de volver, hundo, caigo, 
mientras descienden los siglos 
hacia los hondos barrancos 
como una febril nevada 
de besos y enamorados. 

Boca que desenterraste 
el amanecer más claro 
con tu lengua. Tres palabras, 
tres fuegos has heredado: 
vida, muerte, amor. Ahí quedan 
escritos sobre tus labios. 

Miguel Hernández.

martes, 29 de enero de 2013

EL RUISEÑOR Y LA ROSA BY OSCAR WILDE


Ilustraciones tomadas de: http://belenespejos.blogspot.co.uk/2011/06/el-ruisenor-y-la-rosa.html




-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín.
Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.
-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.
Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.
-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.
-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.
-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.
-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.
-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.
Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.
-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.
-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.
-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.
-Llora por una rosa roja.
-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!
Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.
Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.
De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.
Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.
En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.
-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el arbusto meneó la cabeza.
-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.
-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?
-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.
-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.
-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.
-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?
Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.
El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.
-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.
El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.
Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.
-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!
Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.
Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz.
"El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"
Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.
Al poco rato se quedo dormido.
Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.
Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.
Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.
Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.
Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.
La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.
Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.
Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.
Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.
Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.
Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.
Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.
Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.
Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.
Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.
La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.
El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.
El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.
-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.
Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.
A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.
-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.
E inclinándose, la cogió.
Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.
La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.
-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.
Pero la joven frunció las cejas.
-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.
-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.
Y tiró la rosa al arroyo.
Un pesado carro la aplastó.
-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.
Y levantándose de su silla, se metió en su casa.
"¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."

Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un 
gran libro polvoriento y se puso a leer.




lunes, 21 de enero de 2013

SABIDURÍA...




" Vivir no es sólo existir,
sino existir y crear, 
saber gozar y sufrir 
y no dormir sin soñar. 
Descansar, es empezar a morir"


Gregorio Marañon.



viernes, 11 de enero de 2013

MI POEMA FAVORITO...




CAMINANTE NO HAY CAMINO





Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.