lunes, 27 de mayo de 2013

SAL CON UNA CHICA QUE NO LEE



Sal con una chica que no lee. Encuéntrala en medio de la fastidiosa mugre de un bar del medio oeste. Encuéntrala en medio del humo, del sudor de borracho y de las luces multicolores de una discoteca de lujo. Donde la encuentres, descúbrela sonriendo y asegúrate de que la sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le haya quitado la mirada. Cautívala con trivialidades poco sentimentales; usa las típicas frases de conquista y ríe para tus adentros. Sácala a la calle cuando los bares y las discotecas hayan dado por concluida la velada; ignora el peso de la fatiga. Bésala bajo la lluvia y deja que la tenue luz de un farol de la calle los ilumine, así como has visto que ocurre en las películas. Haz un comentario sobre el poco significado que todo eso tiene. Llévatela a tu apartamento y despáchala luego de hacerle el amor. Tíratela. 

Deja que la especie de contrato que sin darte cuenta has celebrado con ella se convierta poco a poco, incómodamente, en una relación. Descubre intereses y gustos comunes como el sushi o la música country, y construye un muro impenetrable alrededor de ellos. Haz del espacio común un espacio sagrado y regresa a él cada vez que el aire se torne pesado o las veladas parezcan demasiado largas. Háblale de cosas sin importancia y piensa poco. Deja que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponle que se mude a vivir contigo y déjala que decore. Peléale por cosas insignificantes como que la maldita cortina de la ducha debe permanecer cerrada para que no se llene de ese maldito moho. Deja que pase un año sin que te des cuenta. Comienza a darte cuenta. 

Concluye que probablemente deberían casarse porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu vida. Invítala a cenar a un restaurante que se salga de tu presupuesto en el piso cuarenta y cinco de un edificio y asegúrate de que tenga una vista hermosa de la ciudad. Tímidamente pídele al mesero que le traiga la copa de champaña con el modesto anillo adentro. Apenas se dé cuenta, proponle matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad de los que puedas hacer acopio. No te preocupes si sientes que tu corazón está a punto de atravesarte el pecho, y si no sientes nada, tampoco le des mucha importancia. Si hay aplausos, deja que terminen. Si llora, sonríe como si nunca hubieras estado tan feliz, y si no lo hace, igual sonríe. 

Deja que pasen los años sin que te des cuenta. Construye una carrera en vez de conseguir un trabajo. Compra una casa y ten dos hermosos hijos. Trata de criarlos bien. Falla a menudo. Cae en una aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma naturaleza. Sufre la típica crisis de los cincuenta. Envejece. Sorpréndete por tu falta de logros. En ocasiones siéntete satisfecho pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo. Durante las caminatas, ten la sensación de que nunca vas regresar, o de que el viento puede llevarte consigo. Contrae una enfermedad terminal. Muere, pero solo después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo vibrar tu corazón con una pasión que tuviera significado; que nadie va a contar la historia de sus vidas, y que ella también morirá arrepentida porque nada provino nunca de su capacidad de amar.

Haz todas estas cosas, maldita sea, porque no hay nada peor que una chica que lee. Hazlo, te digo, porque una vida en el purgatorio es mejor que una en el infierno. Hazlo porque una chica que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha. Un vocabulario que analiza la belleza innata del mundo y la convierte en una alcanzable necesidad, en vez de algo maravilloso pero extraño a ti. Una chica que lee hace alarde de un vocabulario que puede identificar lo espacioso y desalmado de la retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el desespero del que la ama en demasía. Un vocabulario, maldita sea, que hace de mi sofística vacía un truco barato. 

Hazlo porque la chica que lee entiende de sintaxis. La literatura le ha enseñado que los momentos de ternura llegan en intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es plana. Sabe y exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de la sintaxis conoce las pausas irregulares –la vacilación en la respiración– que acompañan a la mentira. Sabe cuál es la diferencia entre un episodio de rabia aislado y los hábitos a los que se aferra alguien cuyo amargo cinismo countinuará, sin razón y sin propósito, después de que ella haya empacado sus maletas y pronunciado un inseguro adiós. Tiene claro que en su vida no seré más que unos puntos suspensivos y no una etapa, y por eso sigue su camino, porque la sintaxis le permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien vivida. 

Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel. Será paciente en caso de que haya pausas o intermedios, e intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la chica que lee conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda en ellos, pues se ha despedido ya de miles de héroes con apenas una pizca de tristeza. 

No salgas con una chica que lee porque ellas han aprendido a contar historias. Tú con la Joyce, con la Nabokov, con la Woolf; tú en una biblioteca, o parado en la estación del metro, tal vez sentado en la mesa de la esquina de un café, o mirando por la ventana de tu cuarto. Tú, el que me ha hecho la vida tan difícil. La lectora se ha convertido en una espectadora más de su vida y la ha llenado de significado. Insiste en que la narrativa de su historia es magnífica, variada, completa; en que los personajes secundarios son coloridos y el estilo atrevido. Tú, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Pero soy débil y te fallaré porque tú has soñado, como corresponde, con alguien mejor que yo y no aceptarás la vida que te describí al comienzo de este escrito. No te resignarás a vivir sin pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea digna de ser narrada. Por eso, largo de aquí, chica que lee; coge el siguiente tren que te lleve al sur y llévate a tu Hemingway contigo. Te odio, de verdad te odio.


Charles Warnke

domingo, 26 de mayo de 2013

AMOR CONSTANTE MÁS ALLÁ DE LA MUERTE




Cerrar podrá mis ojos la postrera 

Sombra que me llevare el blanco día, 
Y podrá desatar esta alma mía 
Hora, a su afán ansioso lisonjera;

Mas no de esotra parte en la ribera 

Dejará la memoria, en donde ardía: 
Nadar sabe mi llama el agua fría, 
Y perder el respeto a ley severa.

Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido, 

Venas, que humor a tanto fuego han dado, 
Médulas, que han gloriosamente ardido,

Su cuerpo dejará, no su cuidado; 

Serán ceniza, mas tendrá sentido; 
Polvo serán, mas polvo enamorado.

Francisco de Quevedo

miércoles, 24 de abril de 2013

AMOR DE LOPE DE VEGA




Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;

creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe
.


domingo, 14 de abril de 2013

PECES DE CIUDAD


Porque las canciones de Sabina son pura poesía...

Se peinaba a lo garçon
la viajera que quiso enseñarme a besar
en la gare d’Austerlitz.
Primavera de un amor
amarillo y frugal como el sol
del veranillo de san Martín.
Hay quien dice que fui yo
el primero en olvidar
cuando en un si bemol de Jacques Brel
conocí a mademoiselle Amsterdam.
En la fatua Nueva York
da más sombra que los limoneros
la estatua de la libertad,
pero en desolation row
las sirenas de los petroleros
no dejan reír ni volar
y, en el coro de Babel,
desafina un español.
No hay más ley que la ley del tesoro
en las minas del rey Salomón.
Y desafiando el oleaje
sin timón ni timonel,
por mis sueños va, ligero de equipaje,
sobre un cascarón de nuez,
mi corazón de viaje,
luciendo los tatuajes
de un pasado bucanero,
de un velero al abordaje,
de un no te quiero querer.
Y cómo huir
cuando no quedan
islas para naufragar
al país
donde los sabios se retiran
del agravio de buscar
labios que sacan de quicio,
mentiras que ganan juicios
tan sumarios que envilecen
el cristal de los acuarios
de los peces de ciudad
que mordieron el anzuelo,
que bucean a ras del suelo,
que no merecen nadar.
El Dorado era un champú,
la virtud unos brazos en cruz,
el pecado una página web.
En Comala comprendí
que al lugar donde has sido feliz
no debieras tratar de volver.
Cuando en vuelo regular
pisé el cielo de Madrid
me esperaba una recién casada
que no se acordaba de mí.
Y desafiando el oleaje
sin timón ni timonel,
por mis venas va, ligero de equipaje,
sobre un cascarón de nuez,
mi corazón de viaje,
luciendo los tatuajes
de un pasado bucanero,
de un velero al abordaje,
de un liguero de mujer.
Y cómo huir
cuando no quedan
islas para naufragar
al país
donde los sabios se retiran
del agravio de buscar
labios que sacan de quicio,
mentiras que ganan juicios
tan sumarios que envilecen
el cristal de los acuarios
de los peces de ciudad
que perdieron las agallas
en un banco de morralla,
en una playa sin mar.

Joaquín Sabina


sábado, 13 de abril de 2013

EL VIAJERO




Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos o tres veces que Marta se había atrevido a acercarse a su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la casa.
Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta distintamente que llamaban a su puerta, y percibió un acento plañidero y apremiante que la instaba a abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba a Marta desoírlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino honrado se atreve a echarse a la calle, sólo los malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de aventuras y presa. Marta debió de haber reflexionado que el que posee un hogar, fuego en él, y a su lado una madre, una hermana, una esposa que le consuele, no sale en el mes de enero y con una tormenta desatada, ni llama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado zaguera, según costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al través del postigo, preguntase compadecida:
-¿Quién llama?
Voz de tenor dulce y vibrante respondió en tono persuasivo:
-Un viajero.
Y la bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo y dio vuelta a la llave, movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.
Entró el viajero, saludando cortésmente; y sacudiendo con gentil desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía a mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba a hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que llama es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse a levantar los ojos, vio de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle, descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor, acostumbrado al mando y a ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y le decía cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y a fin de disimular su turbación, se dio prisa a servir la cena y ofrecer al viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese a dormir.
Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba para que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya descansado y sonriente, a tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni tampoco a la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que ella no era mesonera de oficio.
Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño ni más amo que aquel viajero a quien en una noche tempestuosa tuvo la imprevisión de acoger. Él mandaba, y Marta obedecía, sumisa, muda, veloz como el pensamiento.
No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía en continua zozobra y pena. He calificado de amo al viajero, y tirano debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor traían a Marta medio loca. Al principio, el viajero parecía obediente, afectuoso, zalamero, humilde; pero fue creciéndose y tomando fueros, hasta no haber quien le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa, cuando menos debía temerse o esperarse, estaba frenético o contentísimo, pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa a la rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos e insensatos, que a los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba como un hombre; ya hartaba a Marta de improperios, ya le prodigaba los nombres más dulces y las ternezas más rendidas.
Sus extravagancias eran a veces tan insufribles, que Marta, con los nervios de punta, el alma de través y el corazón a dos dedos de la boca, maldecía el fatal momento en que dio acogida a su terrible huésped. Lo malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba a saltar y a sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones.
¡Que en olvido las tenía puestas.... cuando el huésped, a medias palabras y con precauciones y rodeos, anunció que «ya» había llegado la ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas que le arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero, que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras, promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce y vibrante, alegó por vía de disculpa:
-Bien te dije, niña que soy un viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.
Y habéis de saber que sólo al oír esta declaración franca, sólo al sentir que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe.
Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender a lagrimitas está él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de sí, el Amor se fue, embozado en su capa, ladeado el chambergo -cuyas plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente- en busca de nuevos horizontes, a llamar a otras puertas mejor trancadas y defendidas. Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos, de temores, de alarmas, y entregada a la compañía de la grave y excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón, que le duele a fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por si llama a la puerta el huésped.

Emilia Pardo Bazán.

lunes, 25 de marzo de 2013

EL GATO BAJO LA LLUVIA




Sólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar. Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario. La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. –Voy a buscar a ese gatito –dijo ella. –Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama. –No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito! El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama. –No te mojes –le advirtió. La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto. –Il piove –expresó la americana. El dueño del hotel le resultaba simpático. –Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes. Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero. –No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo. Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad. –Ha perduto qualque cosa, signora? –Había un gato aquí –contestó la americana. –¿Un gato? –Sí il gatto. –¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír – ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia? –Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito. Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria. –Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará. –Me lo imagino –dijo la extranjera. Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama. –¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura. –Se ha ido. –¿Y donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista. La mujer se sentó en la cama. –¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia. George se puso a leer de nuevo. Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello. –¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil. George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho. –A mí me gusta como está. –¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho. George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar. –¡Caramba! Si estas muy bonita – dijo. La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya. –Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara. –¿Sí? –dijo George. –Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso. –¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura. Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras. –De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato. George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta –Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban. –Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.

                                                          Ernest Hemingway

sábado, 9 de febrero de 2013

FRAGMENTOS DE MILAN KUNDERA



Me encanta el existencialismo filosófico de Milan Kundera, uno de mis escritores favoritos, a pesar de que sus novelas suelen ser bastante pesimistas. Aquí dejo unos fragmentos de dos novelas suyas, La Broma, su mejor novela en mi opinión y la menor pero nada desdeñable, La Despedida.



"A pesar de mi escepticismo me ha quedado algo de superstición. Por ejemplo esta extraña convicción de que todas las historias que en la vida ocurren tienen además un sentido, significan algo. Que la vida, con su propia historia dice algo sobre sí misma, que nos devela gradualmente alguno de sus secretos, que está ante nosotros como un acertijo que es necesario resolver. Que las historias que en nuestra vida vivimos son la mitología de esa vida, y que en esa mitología está la clave de la verdad y del secreto. Que es una ficción? Es posible, es incluso probable, pero no soy capaz de librarme de esta necesidad de descifrar permanentemente mi propia vida. "


                                                                                                   La Broma.



"- Y los santos -continuó Olga- no hacían más que renunciar a la vida. En lugar de hacer el amor, se daban latigazos, en lugar de luchar como nosotros, se iban a las ermitas y, en lugar de encargar la cena por teléfono, mascaban raíces. 


- No entiende usted en absoluto a los santos, señorita. Era gente que tenía un enorme apego a las satisfacciones de la vida, sólo que las alcanzaban de otro modo. ¿Cuál es, a su juicio, el mayor placer para el hombre? Puede adivinar, pero no acertará porque no es suficientemente sincera. No es un reproche, porque para ser sincero es necesario conocerse a sí mismo y para conocerse a sí mismo hacen falta años. Y ¿cómo podría ser sincera una chica que irradia tanta juventud como usted? No puede ser sincera, porque ni siquiera sabe lo que lleva dentro. Pero, si lo supiese, debería coincidir conmigo en que el mayor placer es el de ser admirado."



                                                                                                  La Despedida.