lunes, 31 de diciembre de 2012

AÑO NUEVO DE RUBÉN DARÍO


He recordado hoy, ya que finaliza otro año más, este poema de Rubén Darío que leí tiempo atrás. Darío es uno de mis escritores favoritos y siempre recurro a sus escritos para rememorar ocasiones.

Por otra parte, sé que tengo este blog muy abandonado ya que al no disponer de mucho tiempo, siempre prefiero actualizar mi blog de cine, puesto que me considero más cinéfila que lectora. A pesar de ello,  como propósito de Año Nuevo, me propongo actualizarlo más a menudo, al menos una vez al mes, pues también me gustaría compartir ciertos escritos que, al igual que muchas películas, han marcado mi personalidad.

Os dejo parte del poema,

 Feliz Año Nuevo a todos

.........

AÑO NUEVO


A las doce de la noche, por las puertas de la gloria 
y al fulgor de perla y oro de una luz extraterrestre, 
sale en hombros de cuatro ángeles, y en su silla gestatoria, 
San Silvestre. 

Más hermoso que un rey mago, lleva puesta la tiara, 
de que son bellos diamantes Sirio, Arturo y Orión; 
y el anillo de su diestra hecho cual si fuese para 
Salomón. 

Sus pies cubren los joyeles de la Osa adamantina, 
y su capa raras piedras de una ilustre Visapur; 
y colgada sobre el pecho resplandece la divina 
Cruz del Sur. 

Va el pontífice hacia Oriente; ¿va a encontrar el áureo barco 
donde al brillo de la aurora viene en triunfo el rey Enero? 
Ya la aljaba de Diciembre se fue toda por el arco 
del Arquero. 

A la orilla del abismo misterioso de lo Eterno 
el inmenso Sagitario no se cansa de flechar; 
le sustenta el frío Polo, lo corona el blanco Invierno 
y le cubre los riñones el vellón azul del mar. 

Cada flecha que dispara, cada flecha es una hora; 
doce aljabas cada año para él trae el rey Enero; 
en la sombra se destaca la figura vencedora 
del Arquero. 

Al redor de la figura del gigante se oye el vuelo 
misterioso y fugitivo de las almas que se van, 
y el ruido con que pasa por la bóveda del cielo 
con sus alas membranosas el murciélago Satán. 

San Silvestre, bajo el palio de un zodíaco de virtudes, 
del celeste Vaticano se detiene en los umbrales 
mientras himnos y motetes canta un coro de laúdes 
inmortales. 

Reza el santo y pontifica y al mirar que viene el barco 
donde en triunfo llega Enero, 
ante Dios bendice al mundo y su brazo abarca el arco 
y el Arquero.


martes, 2 de octubre de 2012

UNA DECLARACIÓN...


"…-Oh, el amor, ¿sabes…? El cuerpo, el amor, la muerte, esas tres cosas no hacen más que una. Pues el cuerpo es la enfermedad y la voluptuosidad, y es el que hace la muerte; sí, son carnales ambos, el amor y la muerte, ¡y ése es su terror y su enorme sortilegio! Pero la muerte, ¿comprendes?, es, por una parte, una cosa de mala fama, impúdica, que hace enrojecer de vergüenza; y por otra parte es una potencia muy solemne y majestuosa (mucho más alta que la vida risueña que gana dinero y se llena la panza; mucho más venerable que el progreso que fanfarronea por los tiempos) porque es la historia y la nobleza, la piedad y lo eterno, lo sagrado, que hace que nos quitemos el sombrero y marchemos sobre la punta de los pies… De la misma manera, el cuerpo también, y el amor del cuerpo, son un asunto indecente y desagradable, y el cuerpo enrojece y palidece en la superficie por espasmo y vergüenza de sí mismo. ¡Pero también es una gran gloria adorable, imagen milagrosa de la vida orgánica, santa maravilla de la forma y la belleza, y el amor por él, por el cuerpo humano, es también un interés extremadamente humanitario y una potencia más educadora que toda la pedagogía del mundo…! ¡Oh, encantadora belleza orgánica que no se compone ni de pintura al óleo, ni de piedra, sino de materia viva y corruptible, llena del secreto febril de la vida y de la podredumbre! ¡Mira la simetría maravillosa del edificio humano, los hombros y las caderas y los senos floridos a ambos lados del pecho, y las costillas alineadas por parejas y el ombligo en el centro, en la blandura del vientre, y el sexo oscuro entre los muslos! Mira los omoplatos cómo se mueven bajo la piel sedosa de la espalda, y la columna vertebral que desciende hacia la doble lujuria fresca de las nalgas, y las grandes ramas de los vasos y de los nervios que pasan del tronco a las extremidades por las axilas, y cómo la estructura de los brazos corresponde a la de las piernas. ¡Oh, las dulces regiones de la juntura interior del codo y del tobillo, con su abundancia de delicadezas orgánicas bajo sus almohadillas de carne! ¡Qué fiesta más inmensa al acariciar esos lugares deliciosos del cuerpo humano! ¡Fiesta para morir luego sin un solo lamento! ¡Sí, Dios mío, déjame sentir el olor de la piel de tu rótula, bajo la cual la ingeniosa cápsula articular segrega su aceite resbaladizo! ¡Déjame tocar devotamente con mi boca la Arteria femoralis que late en el fondo del muslo y que se divide, más abajo, en las dos arterias de la tibia! ¡Déjame sentir la exhalación de tus poros y palpar tu vello, imagen humana de agua y de albúmina, destinada a la anatomía de la tumba, y déjame morir con mis labios pegados a los tuyos!"

viernes, 14 de septiembre de 2012

EL CORAZÓN PERDIDO




                                                                             Emilia Pardo Bazán

miércoles, 8 de agosto de 2012

THE COUNTRY GIRLS DE EDNA O´BRIEN.


De nuevo vuelvo con la escritora irlandesa Edna O,brien, una autora que he descubierto este año leyendo libros en inglés. La novela de hoy "The country girls" es la primera que corresponde a la trilogía de la escritora irlandesa sobre las historias de dos chicas jóvenes de la  Irlanda campesina de los años 50/60: Claithleen y su amiga Baba. La segunda parte de dicha trilogía es la novela "Girl with green eyes" que señalé hace unos meses. Esta primera parte, se centra en la vida de las jóvenes cuando aún son niñas, de su paso de la adolescencia a la madurez, del campo a la ciudad... Los primeros temores, amores y experiencias maduras de dos muchachas que vivían "encerradas" en una sociedad fuertemente marcada por la religión, la represión y las apariencia.La novela mezcla drama con comedia y su lectura es sencilla y muy muy entretenida. Sin duda, una buena opción para conocer más de una cultura a veces tan cerrada como es la irlandesa, mucho más en los años que se retratan en la novela. La trilogía concluye con " Girls in theirs married bliss".




sábado, 12 de mayo de 2012

ANTE LA LEY



"Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta a él y solicita que le deje entrar, pero el guardián contesta que por ahora no puede. El campesino se asoma a la puerta de la ley, que está como siempre abierta. El guardián, al verlo, se ríe y le dice que puede probar a entrar si quiere, pero que recuerde que él, con ser poderoso, es sólo el ultimo de los guardianes; entre salón y salón hay más. Ya el tercero es tan terrible que ni el mismo guardián puede soportar su aspecto. El campesino no había previsto estos problemas, él creía que la ley debía estar siempre abierta para todos. Pero observa el porte temible del guardián y se persuade de que conviene más esperar. El guardián le deja un taburete para que se siente. Allí espera el campesino días y años, a menudo conversa con el guardián, sobre temas sin importancia, y también intenta sobornarle. El guardián acepta las dádivas, para que el campesino no crea haber omitido nada, dice, pero no cambia su actitud. Durante muchos años el hombre observa casi continuamente al guardián, maldice su mala suerte, al final su vista se debilita y todo se vuelve oscuro. En medio de la oscuridad distingue un resplandor que surge de la puerta de la ley. El campesino sabe que va a morir. Llama al guardián, y le formula una pregunta que antes no le había formulado: si todos quieren acceder a la ley, ¿como es que en todos aquellos años nadie más que él ha pretendido entrar? El guardián comprende que el hombre está expirando, y para que pueda oírle bien le dice con voz poderosa: "Nadie podía pretenderlo, porque esta puerta era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla." 

                                                  Cuento extraído de El proceso, Franz Kafka.





   (versión de la película El Proceso de Orson Welles, basada en el libro de Kafka)

jueves, 5 de abril de 2012

GIRL WITH GREEN EYES DE EDNA O`BRIEN

"Girl with green eyes" perteneciente a la trilogía "Country girls" de la escritora irlandesa Edna O´brien, fue la primera novela que leí enteramente en su idioma original, el inglés. Fresca y moderna a pesar de que fue escrito hace ya 50 años, narra la historia de una joven irlandesa, Kathie, que creció en las esctrictas y religiosas costumbres de un pequeño pueblo irlandés, y que junto a su amiga Baba, vive de alquiler en un pequeño apartamento en Dublín. Kathie trabaja en una tienda de ultramarinos y su mayor afición es salir de fiesta a los locales que conoce su amiga Baba. En una de esas salidas, conocerá a un hombre mucho mayor que ella y comprometido, con el que iniciará un apasionado romance a pesar de la objeción de su familia que se opone tajantemente a que mantenga cualquier vínculo con un hombre casado. La protagonista luchará por su amor ante todos a pesar de saber que su partenaire no está dispuesto a dar lo mismo por ella.

Liberal para su época y llena de sentimiento, "Girl with green eyes" en un principio titulada como "The lonely girl", fue llevada al cine por Desmond Davis poco después de la publicación de la novela. El film aún no lo he visto, pero a tenor de lo mucho que me gustó la novela, lo tengo apuntado como futuros visionados.



viernes, 24 de febrero de 2012

AMANTES Y ENEMIGOS. CUENTOS DE PAREJAS.

Hace unos meses, descubrí este libro de la escritora Rosa Montero, donde recopila una lista de cuentos propios sobre las relaciones de pareja. Me encantan todos y cada uno de ellos, están escritos con sobriedad pero llenos de sensibilidad, sarcasmo, ironía, dulzura, hastío, esperanza y desesperanza. Algunos son muy tristes, otros son muy divertidos, otros esperanzadores... Me gusta cómo escribe ésta mujer y en estos cuentos muestra su perfecta sencillez a la hora de mostrar lo cotidiano y lo deseado en las relaciones humanas. Iré colgando los mejores cuentos, como el de hoy:

LOS BESOS DE UN AMIGO

Se llamaba Ruggiero y era vecino de Ana: ella vivía en el segundo y él en el sexto. Ruggiero era italiano, periodista, corresponsal en España del Corriere della Sera. Tenía treinta y cinco años, una esposa llamada Johanna y tres niños pequeños lindos y rubísimos. Cuando salían juntos y te los encontrabas en el portal, tan guapos y educados, parecían un anuncio publicitario. Toda esa opulencia familiar, en fin, colocó a Ana desde el mismo principio en desventaja.
Y no es que la vida de ella estuviera desprovista de cosas, ni mucho menos. En su profesión estaba atravesando momentos muy dulces. Era restauradora, y había conseguido convertirse, pese a ser mujer, en un chef de prestigio (no hay un ejemplo más despiadado de machismo que el hecho de que las mujeres sean siempre las cocineras de tropa, mientras que el generalato de los chefs es ocupado por los varones); había conquistado una estrella Michelin, un puñado de premios, estupendas críticas. Además le gustaba escribir, y publicaba una sección no de recetas, sino de artículos sobre gastronomía, en uno de los diarios nacionales. Era lo que la gente entiende por una persona triunfadora. Ahora bien, el éxito profesional no es un talismán; aunque endulza la vida, no te garantiza una protección total contra la pena negra. El mejor cocinero del mundo, por ejemplo, puede ser un maníaco depresivo que desee morir tres veces cada noche.
Pero Ana no deseaba morirse y en general tan sólo se deprimía muy de cuando en cuando y decentemente, esto es, en niveles poco desmesurados y manejables. En sus cuarenta y cinco años de existencia había convivido con varios hombres, se había desvivido por unos cuantos más y al cabo había decidido dejar de hacerles caso. Digamos que había llegado a la certidumbre de que el amor era algo de lo que uno puede prescindir para vivir. Mejor dicho: había descubierto que prescindir del amor era justamente lo que le permitía vivir. Esta solución más o menos drástica no se le había ocurrido únicamente a ella. En realidad había visto que varios de sus conocidos negociaban su existencia de ese modo. Eran personas que tenían muchas actividades y muchos amigos; salían, entraban, viajaban. Pero en el horizonte de sus vidas ni siquiera despuntaba la inquietud amorosa. Nunca les preguntó -es algo tan privado- cómo se las arreglaban con sus cuerpos; esto es, si la piel no les exigía el contacto con otra piel ajena; y si en la soledad de sus camas, de madrugada, no se hubieran dejado matar en ocasiones por un beso en los labios. Pero no, parecían arreglárselas muy bien; y estaban serenos, mucho más serenos, desde luego, que aquellos que aún no habían claudicado. Claro que no hay nada más sereno que un cadáver: el rigor mortis proporciona una tranquilidad definitiva. Tal vez el malentendido resida en creer que la vida puede ser serenidad.
Hay que reconocer que Ana nunca consiguió alcanzar esa distancia impávida. En sus peores momentos de madrugada, cuando el insomnio hacía de su cama un tormento, las manos le abrasaban de ansias de tocar. Pero durante el día se las apañaba para vivir tranquila; y muchas noches era capaz de deslizarse al sueño dulcemente, mientras imaginaba con qué salsa podría convertir un trozo de bacalao en una obra de arte. Era la sensualidad feliz de una boca golosa contra la sexualidad doliente de unos labios ansiosos. Mal que bien, yo diría que incluso más bien que mal, se las iba arreglando con la renuncia al hombre. Pero entonces llegó Ruggiero con sus años de menos y su familia de más, y se le vino abajo el tenderete.
Se lo encontró por las escaleras el mismo día que se mudaron, muy alto, atlético, con el pelo rubio y los ojos azules, imposible creer que era italiano (pero procedía del norte, de Milán). Le llamó la atención su mera guapeza, su sonrisa de niño un poco ajado (pero si él estaba ajado, entonces ella…); porque se había retirado de los hombres, pero no era ciega. A las pocas semanas empezó a coincidir con él en el autobús, siempre a las nueve de la mañana, cuando él iba a la delegación de su periódico y Ana a revisar la compra diaria hecha por su ayudante. Se sonreían, a veces se saludaban, en ocasiones caían cerca el uno del otro y entablaban pequeñas conversaciones amigables, a medias en italiano y a medias en español, chapurreos bienintencionados y divertidos, porque Ruggiero, pronto se dio cuenta Ana, tenía un gesticulante y agudo sentido del humor; y ella sentía debilidad por los tipos ingeniosos. Toda su vida se había enamorado de hombres muy graciosos que la habían hecho llorar.
Pasó un mes, y luego otro, y así hasta medio año; y para entonces Ana empezó a descubrirse unos extraños comportamientos matinales: a veces, lenta y alelada, deambulaba sin rumbo fijo por la casa durante largo rato; y a veces se aceleraba histéricamente, se atragantaba con el café, se le caían las cosas. Al fin no tuvo más remedio que reconocer que todo eso no eran sino mañas, maniobras horarias para llegar al autobús justo a las nueve y coincidir así con el vecino. Y, en efecto, él siempre se encontraba allí, o casi siempre. E incluso parecía buscarla. «He venido toda la semana a la misma hora, pero no estabas», le dijo una vez, tras un pequeño viaje de Ana a Londres. Ella era autosuficiente, ella era una mujer retirada del mercado, ella era un iceberg: pero empezaban a derretírsele las láminas de hielo. Cómo la miraba Ruggiero: con qué ojos de interés y de seducción. Y con qué pareja intensidad le contemplaba Ana. Los cristales del autobús siempre se empañaban en torno a ellos.
Hubieran podido seguir así durante mucho tiempo, llenando el mundo de vaho sin mayores consecuencias, de no ser por un pequeño movimiento que lo cambió todo. Un día, Ana le contó a Ruggiero que acababa de conectarse al correo electrónico; y él le envió, a la mañana siguiente, un breve mensaje: «Ciao, bienvenita a la Red, espero que te divertas con este juguete». Por entonces, siendo novata como era, Ana ignoraba los efectos fatales del e-mail: lo digo en su descargo. Empezó a teclear carta tras carta sin darse cuenta del extraordinario sucedáneo de intimidad que el hilo cibernético iba creando. Porque el correo electrónico establece una comunicación inmaterial y limpia, instantánea, extracorpórea; es como lanzar al aire un pensamiento puro, sabiendo que alcanzará el cerebro del otro de inmediato. Es un espejismo telepático.
Si la pasión amorosa es siempre una invención, no hay como poner distancia con el objeto amado para convertirlo en algo irresistible. Quiero decir que el hecho de que Ruggiero fuera extranjero (ese idioma medio farfullado, esas frases que ella podía completar, traducir, ampliar en su cabeza) ya colaboraba activamente en la perdición de Ana; pero el e-mail vino a rematar la situación. Ella estaba más o menos preparada para defenderse de su propio deseo cuando se encontraba cara a cara con los hombres, pero no supo manejar al Ruggiero cibernauta; o, mejor dicho, no supo controlarse a sí misma cuando soñó a Ruggiero al otro lado del opaco silencio electrónico. Asomada a la dócil ventana de su ordenador, Ana inventaba palabras cada vez más atrevidas para un Ruggiero cada vez más inventado. «A veces, cuando estamos juntos en el autobús, tengo la tentación, siempre reprimida, de poner mi mano sobre tu pecho y sentir, a través de la tela de tu camisa, la firme tibieza de tu carne», le dijo un día, entrando en materia. La frase debió de impresionar a su vecino, porque, a la mañana siguiente, la miró de una manera extraña. Ese día el autobús iba muy lleno; ellos se habían quedado atrás, juntos y aplastados contra el cristal del fondo. Ruggiero siempre se bajaba cuatro paradas antes; y aquella mañana, cuando llegó a su destino, le besó, a modo de despedida, ambas mejillas; pero después titubeó un momento y se demoró un instante sobre los labios de ella. Apenas si fue un leve roce: esos calientes y desnudos labios de hombre, esa boca un poco entreabierta, esa fisura mínima, ese precipicio en donde todo empieza y todo termina.
Ana creyó que aquello era el comienzo, pero era el fin.
Galvanizada por ese aperitivo de lo carnal, fue cediendo más y más al espejismo amoroso y cibernauta, hasta perder pie completamente. Le enviaba ardorosas cartas electrónicas, sin querer advertir que él se iba arrugando más y más con sus embestidas verbales. Los mensajes de Ruggiero eran cada vez más breves, más secos, más tardíos. Pero ella no asumió como afrenta sus retrasos, ni su creciente austeridad expresiva: es pasmoso lo mucho que aguantamos, en el amor, cuando estamos dispuestos a mentirnos. Estará ocupado, tendrá mucho trabajo, es tímido, no puede expresarse bien en castellano, teme herirme, estos italianos del norte son como alemanes y no saben mostrar sus emociones, se consolaba ella. Pero no, de los teutones Ruggiero sólo tenía el color de su pelo; en lo demás era latino y jacarandoso y expresivo, y tan coqueto como un siciliano retinto. Por eso al principio hizo ojitos con Ana y soñó con su cara irresistible de niño un poco ajado (pero entonces ella…); y fue luego, a medida que la desmesura de la necesidad de la mujer fue cayendo sobre él como gotas de plomo derretido, cuando se fue achicando. El amor es un juego de vasos comunicantes; y cuanta más presión apliques sobre el líquido emocional en este extremo, más se desbordará por el otro lado. A Ruggiero le daba miedo la pasión de Ana; y le inquietaba su situación, esa tópica soledad de persona sin pareja y sin hijos, ese desequilibrio frente a Johanna y los lindos niñitos; adónde voy, estaba diciéndose Ruggiero, en menudo lío me estoy metiendo.
De modo que a veces empezó a faltar a la cita del autobús de las nueve; y, cuando iba, los trayectos comenzaron a convertirse en algo embarazoso. Allí, a la cruda luz de la mañana, entre el sudor y el olor a sueño de los otros viajeros, zambullidos en la mera realidad, ya no sabían de qué hablar, cómo mirarse, qué hacer o qué decir; tanto los había sobrepasado, en su atrevimiento, la escritura y el ensueño cibernético. Es decir, la escritura de ella; porque Ruggiero hacía malabarismos con sus cartas para quedarse siempre en un perfecto limbo entre lo cariñoso y lo remoto, y nunca terminaba sus mensajes con nada más caliente ni más íntimo que un muy cauteloso «cuídate».
Y, mientras tanto, Ana proseguía su descenso a la total indignidad con las velas al viento.
Qué extraña enfermedad es la pasión. Desde niños llevamos en el ánimo un dolor, una herida sin nombre, una necesidad frenética de entregarnos al Otro. A ese Otro, que está dentro de nosotros y no es más que vacío, lo intentamos encontrar por todas partes: nos o inventamos en nuestros compañeros de universidad, en el colega de trabajo, en nuestro vecino. Como Ana y Ruggiero. Ahora bien, cuando ese perfecto extraño no responde a nuestra necesidad y nuestra fabulación, entonces nos embarga la tristeza más honda y más elemental, esa desolación que Dios debió de crear en el Primer Día, tan antigua es y tan primordial. Desciende la melancolía del desamor sobre nosotros como una lluvia de muerte sólo comparable a la del Diluvio Universal; porque igual de tristes y de excluidos y de condenados a la no vida debieron de sentirse, cuando aquella hecatombe, todos los seres que no encontraron plaza en el Arca de Noé. Aupados a una última colina que en pocas horas también se anegaría, las criaturas no admitidas contemplarían con desgarradora nostalgia cómo se alejaba la barca salvadora, toda ella repleta de parejas. Las felices e inalcanzables parejas de los otros.
Ana también miraba cómo Ruggiero se iba apartando de ella acompañado de su mujer y sus hijos, de todas esas cosas que él tenía y con las que había llenado su Arca de Noé particular; y, mientras le veía desaparecer en el horizonte, ella iba cumpliendo una vez más todas las etapas habituales de la infamia. Por citar unas cuantas: rogó. Suplicó. Le juró que dejaría de escribirle. Se desdijo. Le juró que dejaría de quererle. Se desdijo otra vez. Si no había llegado para el autobús de las nueve, se esperaba hasta el de las nueve y media para ver si venía (aunque lloviera o tronara o granizara o soplara un vendaval insoportable). Incluso empezó a ir al autobús de las ocho y media, por si acaso él se levantaba antes (aunque soplara un vendaval insoportable o tronara o lloviera o granizara). Y además: cada vez que veía el nombre de Ruggiero en los buzones del portal le entraba taquicardia. Cada vez que oía o leía o veía algo relacionado con Italia le abrumaba el desconsuelo. Cada vez que caía un periódico en sus manos creía morir de añoranza aguda. Inventó platos seudoitallanos para homenajearle secretamente en la distancia: Provolone al Corriere della Sera, Espinacas Milanesas Rugientes; tanto los empleados del restaurante como los clientes estaban turulatos ante lo estrafalario de los actos de Ana. La gente no entendía, no podía saber que, por entonces, ella no tenía otro afán en la vida que el de embarcarse en el antiguo viaje, el único que en verdad merece la pena realizar, ese viaje que te conduce al otro a través del cuerpo. Porque no hay prodigio mayor en la existencia que la exploración primera de una piel que se añora y se desea. Conquistar el cuello del amado con la punta de los dedos, descubrir el olor de sus axilas, zambullirse en el deleite del ombligo, adentrarse en el secreto de esa boca entreabierta como quien se aventura en la inexplorada Isla del Tesoro.
De manera que Ana siguió haciendo el ridículo durante algunos meses.
Hasta que una madrugada, en un momento de lucidez, O quizá de hastío, o probablemente temiendo haberle hecho mala impresión con tantas quejas, le mandó una carta razonable a su vecino. Estoy contenta con mi vida, le venía a decir; no me importa que no hayas respondido a mis avances, se sugería entre líneas. Y terminaba, magnánima y airosa, enviándole un «casi amistoso beso». Ruggiero le contestó a la mañana siguiente, con una celeridad y una expresividad insólitas en él desde hacía mucho tiempo. Su carta, larga, locuaz, chistosa, estaba llena de alivio y de palabras afectuosas: «Qué bien que estás contenta, yo soy contento si tu estás feliz», decía. Y al final se despedía con unos inesperados «besos arru’stosos».
Ana hubiera querido matarle. Fue la estocada final, la herida última; ella había sobrellevado su creciente frialdad, su desatención y sus retrasos, pero lo que ya no podía soportar era todo ese afecto equivocado. ¿De modo que durante meses le había sido tan difícil escribir en sus cartas una miserable expresión cariñosa (todos esos petrificados circunloquios del «cuídate») y ahora era capaz de pasar, de la noche a la mañana y tan fácilmente, a los exuberantes besos amistosos? Pero, entonces, ¿no había sido timidez, no había sido represión emocional, no había sido diferencia cultural, sino que simplemente nunca la había mirado como Ana había querido que la mirara? El rugiente Ruggiero no rugía para ella.
«Me mandas besos amistosos, y deduzco por ello que a lo mejor pretendes ser mi amigo. Pues lo siento mucho, Ruggiero, pero ya ves, tengo amigos de sobra y ni necesito ni me interesa entablar una amistad con nadie más. O, por lo menos, no tengo ningún interés en hacerlo contigo. ¡Ah! Por cierto: cuídate.» Este texto lo escribió Ana, este texto lo envió como última carta de su precaria historia.
Y a partir de entonces, muy furiosa y muy digna, empezó a coger el autobús de las nueve y media.

martes, 14 de febrero de 2012

OTRO CUENTO DE HESSE: PARÁBOLA CHINA.

Un anciano llamado Chunglang, que quiere decir «Maese La Roca», tenía una pequeña propiedad en la montaña. Sucedió cierto día que se le escapó uno de sus caballos y los vecinos se acercaron a manifestarle su condolencia.
Sin embargo el anciano replicó:
-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!
Y hete aquí que varios días después el caballo regresó, y traía consigo toda una manada de caballos cimarrones. De nuevo se presentaron los vecinos y lo felicitaron por su buena suerte.
Pero el viejo de la montaña les dijo:
-¡Quién sabe si eso ha sido un suceso afortunado!
Como tenían tantos caballos, el hijo del anciano se aficionó a montarlos, pero un día se cayó y se rompió una pierna. Otra vez los vecinos fueron a darle el pésame, y nuevamente les replicó el viejo:
-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!
Al año siguiente se presentaron en la montaña los comisionados de «los Varas Largas». Reclutaban jóvenes fuertes para mensajeros del emperador y para llevar su litera. Al hijo del anciano, que todavía estaba impedido de la pierna, no se lo llevaron.
Chunglang sonreía.

Herman Hesse.

domingo, 5 de febrero de 2012

LA METAMORFOSIS DE PIKTOR

El joven Piktor ha entrado en el Paraíso y se encuentra frente a un árbol que es a la vez hombre y mujer. Con veneración lo mira y le pregunta: “¿Eres tú acaso el Árbol de la Vida?” Pero cuando, en lugar del árbol, le responde la Serpiente, Piktor se vuelve para continuar su camino. Contempla todo con atención y todo le encanta en el Paraíso. Claramente presiente que se halla en el origen, en la fuente de la vida.

Ve otro árbol, que es ahora al mismo tiempo Sol y Luna. Y Piktor le pregunta: “¿Eres acaso tú el Árbol de la Vida?” El Sol lo confirmó riendo; la Luna, con una sonrisa.

Flores maravillosas le contemplaron, flores de variados colores, flores que tenían ojos y caras. Algunas reían ampliamente, otras casquivanas; algunas ni se movían ni reían, permanecían mudas, ebrias, hundidas en sí mismas, envueltas en su propio perfume, como sofocadas. Una flor le cantó la canción de las lilas; otra, una canción de cuna azul oscura. Una flor tenía los ojos como un zafiro duro; otra le recordó su primer amor; otra, el color del jardín de su niñez, la voz de su madre y su perfume. Esta se rió, aquélla le sacó la lengua, una lengüita curva, rosada, que se le aproximó. Piktor extendió la suya para tocarla. Le encontró un sabor agrio y salvaje, a racimo y a miel y también como al beso de una mujer.

Aquí, entre todas estas flores, Piktor se sintió henchido de nostalgia y temeroso. Su corazón latió fuerte, como una campana, quemándose, tendiendo hacia algo desconocido.

Piktor vio ahora un pájaro reclinado en el pasto, refulgiendo de tal suerte que parecía poseer todos los colores.

Y Piktor le preguntó:

- ¡Oh pájaro! ¿Dónde se encuentra la felicidad?
- ¿La felicidad? Se encuentra en todas partes: en la montaña y en el valle, en la flor y en el cristal.

El pájaro sacudió alegre sus plumas, movió el cuello, agitó la cola, guiñó un ojo y se quedó inmóvil sobre el pasto. Repentinamente se había transformado en una flor, las plumas eran hojas, las patas raíces. Piktor lo contempló maravillado.

Pero casi enseguida, la flor-pájaro movió sus hojas; se había cansado de ser flor y ya no tenía más raíces. Proyectándose lánguidamente hacia arriba, se transformaba en mariposa, meciéndose sin peso, toda luz.

Piktor se maravillaba aún más. El alegre pájaro-flor-mariposa voló en círculos en torno de él, brillando como el sol; se deslizó hacia la tierra y, como un copo de nieve, quedóse allí, junto a los pies de Piktor. Respiró, tembló un poco con sus alas luminosas y, de inmediato, se transformó en cristal, de cuyos cantos irradiaba una luz rojiza. Maravillosamente brilló entre la hierba, como campanas que tocan para una fiesta.

Así brilló la joya.

Mas parecía ya que su fin se acercaba, que la tierra la atraía, y la piedra preciosa fue disminuyendo con rapidez, como si quisiera hundirse bajo la hierba.

Entonces Piktor, llevado por un deseo imperioso, tomó la joya entre sus manos y la retuvo. Con fervor miró su luz mágica; traspasaba su corazón una añoranza por todas las venturas.

Fue en ese instante que de la rama de un árbol muerto se deslizó la Serpiente y le susurró al oído: “La joya se transforma en lo que tú quieras. Comunícale rápido tu deseo, antes que sea tarde”.

Piktor temió perder la oportunidad de alcanzar su felicidad. Con premura dijo la secreta palabra. Y se transformó en un árbol. Porque árbol era lo que Piktor siempre había añorado ser. Porque los árboles están llenos de calma, fuerza y dignidad.

Creció hundiendo sus raíces en la tierra y extendiendo su copa hacia el cielo. Hojas y ramas nuevas surgieron de su tronco. Era feliz con ello. Sus raíces sedientas absorbieron el agua de la tierra, mientras las hojas se mecían en el azul del cielo. Insectos vivían en su corteza y a sus pies se cobijaron las liebres y el puerco espín.

En el Paraíso, alrededor suyo, la mayoría de los seres y las cosas se transformaban en la corriente hechizada de las metamorfosis. Vio fieras que se cambiaron en piedras preciosas o que partieron volando como pájaros radiantes. Junto a sí, varios árboles desaparecieron de improviso; se habían vuelto vertientes; uno se hizo cocodrilo, otro se fue nadando, lleno de gozo, transformado en pez. Nuevas formas, nuevos juegos. Elefantes trasmutaron sus vestidos en rocas, jirafas se convirtieron en monstruosas flores.

Pero él, el Árbol-Piktor, siempre se quedó igual; no podía transformarse más.

Desde que se dio cuenta de ello, desapareció su felicidad y, poco a poco, comenzó a envejecer, tomando el aspecto cansado, serio y ausente que se puede observar en muchos árboles antiguos.

También los caballos y los pájaros, también los seres humanos y todas aquellas criaturas que han perdido el don de la renovación, se descomponen con el tiempo, pierden su belleza, se llenan de tristeza y preocupación.

Una vez, una niña muy joven se perdió en el Paraíso. Su pelo era rubio y su traje, azul. Cantando y bailando, llegó junto al Árbol-Piktor. Más de un mono inteligente se rió destemplado detrás de ella; más de un arbusto le rozó el cuerpo con sus ramas; más de un árbol le arrojó una flor o una manzana, sin que ella lo notase. Y cuando el Árbol-Piktor vio a la niña, fue presa de una desconocida nostalgia, de un inmenso deseo de felicidad. Sentía como si su propia sangre le gritara: “¡Reflexiona, recuerda hoy toda tu vida, descubre su sentido! Si no lo haces, será ya tarde y nunca más vendrá la felicidad.”

Y Piktor obedeció. Recordó su pasado, sus años de hombre, su partida hacia el Paraíso y, en especial, aquel momento que precedió a su transformación en árbol, aquel maravilloso instante cuando aprisionara la joya mágica entre sus manos. En aquel entonces, como todas las metamorfosis le eran posibles, la vida latía poderosamente dentro de él. Se acordó del pájaro que había reído y del árbol Sol y Luna. Le pareció descubrir que entonces olvidó algo, dejó de hacer alguna cosa y que el consejo de la Serpiente le había sido fatal.

La niña escuchó el ulular de las hojas del Árbol-Piktor, moviéndose en marejadas. Miró a lo alto y sintió como un dolor en el corazón. Pensamientos, deseos y sueños desconocidos se agitaron en su interior. Atraída por estas fuerzas, se sentó a la sombra de las ramas. Creyó intuir que el árbol era solitario y triste, al mismo tiempo que emocionante y noble en su total aislamiento. Embriagadora sonaba la canción de los murmullos en su copa. La niña se reclinó sobre el tronco áspero, sintió como se conmovía y un estremecimiento igual la recorrió. Sobre el cielo de su alma cruzaron nubes. Lentamente cayeron de sus ojos lágrimas pesadas. ¿Qué era esto? ¿Por qué el corazón deseaba hasta casi romper el pecho, tendiendo hacia un más allá, hacia aquél, el bello solitario?

El Árbol-Piktor tembló hasta sus raíces, con vehemencia acumuló todas las fuerzas de su vida, dirigiéndolas hacia la niña en un deseo de unirse a ella para siempre. ¡Ay, que se había dejado engañar por la Serpiente y era ahora sólo un árbol! ¡Qué ciego y necio había sido! ¿Tan extraño para él fue el secreto de la vida? ¡No, porque algo había presentido oscuramente entonces! Y con enorme tristeza recordó al árbol que era hombre y mujer.

Entonces un pájaro se aproximó volando en círculos, un pájaro rojo y verde. La niña lo vio llegar. Algo cayó de su pico. Luminoso como un rayo, rojo como la sangre o como una brasa, precipitándose en la hierba, iluminándola. La niña se inclinó para recogerlo. Era un carbúnculo, una piedra preciosa.

Apenas tomó la piedra en sus manos, cumplióse el deseo del cual su corazón hallábase colmado. Extasiada, fundióse e hízose una con el árbol, transformándose en una fuerte rama nueva, que creció con rapidez hacia los cielos.

Ahora todo era perfecto y el mundo estaba en orden. Únicamente en este instante se había hallado el Paraíso. Piktor ya no era más un árbol viejo y preocupado. Y Piktor cantó fuerte, en voz alta: “¡Piktoria! ¡Victoria!” Se había transformado, pero alcanzando la verdad en la eterna metamorfosis; porque de un medio se había cambiado en un entero.

De ahora en adelante podría transformarse tanto como lo deseara. Para siempre deslizóse por su sangre la corriente hechizada de la Creación, tomando así parte, eternamente, en la creación que a cada instante se renueva. Fue venado, pez, hombre y serpiente, nube y pájaro; pero en cada forma se hallaba entero, en cada imagen era una pareja, dentro de sí tenía al Sol y a la Luna, era hombre y era mujer. Como río gemelo deslizábase por los países; como estrella doble, en el alto cielo.

Herman Hesse.

domingo, 29 de enero de 2012

EL AVE FÉNIX


En el jardín del Paraíso, bajo el árbol de la sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa nació un pájaro; su vuelo era como un rayo de luz, magníficos sus colores, arrobador su canto.
Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y Adán fueron arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del ángel cayó una chispa en el nido del pájaro y le prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero del rojo huevo salió volando otra ave, única y siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien años se da la muerte abrasándose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave Fénix, la única en el mundo.
El pájaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores, magnífica en su canto. Cuando la madre está sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niño. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en él, y sobre la pobre cómoda exhalan, su perfume unas violetas.
Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores de la aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de Falun, en las minas de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del Ganges, y los ojos de la doncella hindú se iluminan al verla.
¡Ave Fénix! ¿No la conoces? ¿El ave del Paraíso, el cisne santo de la canción? Iba en el carro de Thespis en forma de cuervo parlanchín, agitando las alas pintadas de negro; el arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne; posada sobre el hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y le susurraba al oído: ¡Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la Wartburg.
¡Ave Fénix! ¿No la conoces? Te cantó la Marsellesa, y tú besaste la pluma que se desprendió de su ala; vino en todo el esplendor paradisíaco, y tú le volviste tal vez la espalda para contemplar el gorrión que tenía espuma dorada en las alas.
¡El Ave del Paraíso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tú misma vuelas con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave Fénix de Arabia.
En el jardín del Paraíso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el árbol de la sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: ¡poesía!

                                                                        Hans Cristian Andersen.

domingo, 22 de enero de 2012

REBECCA

Rebecca es un cuento de hadas al más puro estilo victoriano: Drama, misterio, amor, terror psicológico, todo ello tiene cabida en esta maravillosa novela escrita por Daphne de Maurier en 1938.

Rebecca es todo un clásico moderno de la literatura inglesa, y fue llevado al cine de la mano del maestro del suspense, Alfred Hitchcock en 1940.



Después del fallecimiento de su esposa Rebecca, ahogada en el mar, el maduro aristócrata Maxim de Winter, se recoge en Monte Carlo intentando reponerse de tal trágica pérdida. Allí conoce a una  tímida y apocada joven, la cual  trabaja como dama de compañía de una oronda y metomentodo burguesa americana, la Sra. Van Hopper, surgiendo en seguida una profunda amistad entre ellos hasta llegar a casarse casi inmediatamente y trasladarse juntos a Manderley, la famosa mansión de la que de Winter es propietario  situada en Cornwall, y a donde no había regresado desde la muerte de Rebecca. Ya desde el momento de su llegada a Manderley, la recién esposa, se dará cuenta de la grandísima influencia que sigue teniendo en la casa la fallecida primera señora de Winter: su nombre, la majestuosa R de su inicial apareciendo casi en cualquier parte, su aroma que continúa impregnado en cada rincón de la casa y por supuesto, el recuerdo imborrable que parece tener en los miembros de la mansión, sobre todo en la distante y fanática Señora Danvers, abnegada ama de llaves de la casa y en la memoria del propio Sr. de Winter. La joven sentirá desesperadamente que tiene que luchar contra el peor de los enemigos: Rebecca, un fantasma idealizado, un recuerdo que ha poseído toda Manderley y que parece estar más vivo que nunca...

 Ver crítica de la película en: http://laquimericainquilina.blogspot.com/

domingo, 15 de enero de 2012

LA CASA TOMADA


Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

                                                                                                                      Julio Cortázar.