viernes, 24 de febrero de 2012

AMANTES Y ENEMIGOS. CUENTOS DE PAREJAS.

Hace unos meses, descubrí este libro de la escritora Rosa Montero, donde recopila una lista de cuentos propios sobre las relaciones de pareja. Me encantan todos y cada uno de ellos, están escritos con sobriedad pero llenos de sensibilidad, sarcasmo, ironía, dulzura, hastío, esperanza y desesperanza. Algunos son muy tristes, otros son muy divertidos, otros esperanzadores... Me gusta cómo escribe ésta mujer y en estos cuentos muestra su perfecta sencillez a la hora de mostrar lo cotidiano y lo deseado en las relaciones humanas. Iré colgando los mejores cuentos, como el de hoy:

LOS BESOS DE UN AMIGO

Se llamaba Ruggiero y era vecino de Ana: ella vivía en el segundo y él en el sexto. Ruggiero era italiano, periodista, corresponsal en España del Corriere della Sera. Tenía treinta y cinco años, una esposa llamada Johanna y tres niños pequeños lindos y rubísimos. Cuando salían juntos y te los encontrabas en el portal, tan guapos y educados, parecían un anuncio publicitario. Toda esa opulencia familiar, en fin, colocó a Ana desde el mismo principio en desventaja.
Y no es que la vida de ella estuviera desprovista de cosas, ni mucho menos. En su profesión estaba atravesando momentos muy dulces. Era restauradora, y había conseguido convertirse, pese a ser mujer, en un chef de prestigio (no hay un ejemplo más despiadado de machismo que el hecho de que las mujeres sean siempre las cocineras de tropa, mientras que el generalato de los chefs es ocupado por los varones); había conquistado una estrella Michelin, un puñado de premios, estupendas críticas. Además le gustaba escribir, y publicaba una sección no de recetas, sino de artículos sobre gastronomía, en uno de los diarios nacionales. Era lo que la gente entiende por una persona triunfadora. Ahora bien, el éxito profesional no es un talismán; aunque endulza la vida, no te garantiza una protección total contra la pena negra. El mejor cocinero del mundo, por ejemplo, puede ser un maníaco depresivo que desee morir tres veces cada noche.
Pero Ana no deseaba morirse y en general tan sólo se deprimía muy de cuando en cuando y decentemente, esto es, en niveles poco desmesurados y manejables. En sus cuarenta y cinco años de existencia había convivido con varios hombres, se había desvivido por unos cuantos más y al cabo había decidido dejar de hacerles caso. Digamos que había llegado a la certidumbre de que el amor era algo de lo que uno puede prescindir para vivir. Mejor dicho: había descubierto que prescindir del amor era justamente lo que le permitía vivir. Esta solución más o menos drástica no se le había ocurrido únicamente a ella. En realidad había visto que varios de sus conocidos negociaban su existencia de ese modo. Eran personas que tenían muchas actividades y muchos amigos; salían, entraban, viajaban. Pero en el horizonte de sus vidas ni siquiera despuntaba la inquietud amorosa. Nunca les preguntó -es algo tan privado- cómo se las arreglaban con sus cuerpos; esto es, si la piel no les exigía el contacto con otra piel ajena; y si en la soledad de sus camas, de madrugada, no se hubieran dejado matar en ocasiones por un beso en los labios. Pero no, parecían arreglárselas muy bien; y estaban serenos, mucho más serenos, desde luego, que aquellos que aún no habían claudicado. Claro que no hay nada más sereno que un cadáver: el rigor mortis proporciona una tranquilidad definitiva. Tal vez el malentendido resida en creer que la vida puede ser serenidad.
Hay que reconocer que Ana nunca consiguió alcanzar esa distancia impávida. En sus peores momentos de madrugada, cuando el insomnio hacía de su cama un tormento, las manos le abrasaban de ansias de tocar. Pero durante el día se las apañaba para vivir tranquila; y muchas noches era capaz de deslizarse al sueño dulcemente, mientras imaginaba con qué salsa podría convertir un trozo de bacalao en una obra de arte. Era la sensualidad feliz de una boca golosa contra la sexualidad doliente de unos labios ansiosos. Mal que bien, yo diría que incluso más bien que mal, se las iba arreglando con la renuncia al hombre. Pero entonces llegó Ruggiero con sus años de menos y su familia de más, y se le vino abajo el tenderete.
Se lo encontró por las escaleras el mismo día que se mudaron, muy alto, atlético, con el pelo rubio y los ojos azules, imposible creer que era italiano (pero procedía del norte, de Milán). Le llamó la atención su mera guapeza, su sonrisa de niño un poco ajado (pero si él estaba ajado, entonces ella…); porque se había retirado de los hombres, pero no era ciega. A las pocas semanas empezó a coincidir con él en el autobús, siempre a las nueve de la mañana, cuando él iba a la delegación de su periódico y Ana a revisar la compra diaria hecha por su ayudante. Se sonreían, a veces se saludaban, en ocasiones caían cerca el uno del otro y entablaban pequeñas conversaciones amigables, a medias en italiano y a medias en español, chapurreos bienintencionados y divertidos, porque Ruggiero, pronto se dio cuenta Ana, tenía un gesticulante y agudo sentido del humor; y ella sentía debilidad por los tipos ingeniosos. Toda su vida se había enamorado de hombres muy graciosos que la habían hecho llorar.
Pasó un mes, y luego otro, y así hasta medio año; y para entonces Ana empezó a descubrirse unos extraños comportamientos matinales: a veces, lenta y alelada, deambulaba sin rumbo fijo por la casa durante largo rato; y a veces se aceleraba histéricamente, se atragantaba con el café, se le caían las cosas. Al fin no tuvo más remedio que reconocer que todo eso no eran sino mañas, maniobras horarias para llegar al autobús justo a las nueve y coincidir así con el vecino. Y, en efecto, él siempre se encontraba allí, o casi siempre. E incluso parecía buscarla. «He venido toda la semana a la misma hora, pero no estabas», le dijo una vez, tras un pequeño viaje de Ana a Londres. Ella era autosuficiente, ella era una mujer retirada del mercado, ella era un iceberg: pero empezaban a derretírsele las láminas de hielo. Cómo la miraba Ruggiero: con qué ojos de interés y de seducción. Y con qué pareja intensidad le contemplaba Ana. Los cristales del autobús siempre se empañaban en torno a ellos.
Hubieran podido seguir así durante mucho tiempo, llenando el mundo de vaho sin mayores consecuencias, de no ser por un pequeño movimiento que lo cambió todo. Un día, Ana le contó a Ruggiero que acababa de conectarse al correo electrónico; y él le envió, a la mañana siguiente, un breve mensaje: «Ciao, bienvenita a la Red, espero que te divertas con este juguete». Por entonces, siendo novata como era, Ana ignoraba los efectos fatales del e-mail: lo digo en su descargo. Empezó a teclear carta tras carta sin darse cuenta del extraordinario sucedáneo de intimidad que el hilo cibernético iba creando. Porque el correo electrónico establece una comunicación inmaterial y limpia, instantánea, extracorpórea; es como lanzar al aire un pensamiento puro, sabiendo que alcanzará el cerebro del otro de inmediato. Es un espejismo telepático.
Si la pasión amorosa es siempre una invención, no hay como poner distancia con el objeto amado para convertirlo en algo irresistible. Quiero decir que el hecho de que Ruggiero fuera extranjero (ese idioma medio farfullado, esas frases que ella podía completar, traducir, ampliar en su cabeza) ya colaboraba activamente en la perdición de Ana; pero el e-mail vino a rematar la situación. Ella estaba más o menos preparada para defenderse de su propio deseo cuando se encontraba cara a cara con los hombres, pero no supo manejar al Ruggiero cibernauta; o, mejor dicho, no supo controlarse a sí misma cuando soñó a Ruggiero al otro lado del opaco silencio electrónico. Asomada a la dócil ventana de su ordenador, Ana inventaba palabras cada vez más atrevidas para un Ruggiero cada vez más inventado. «A veces, cuando estamos juntos en el autobús, tengo la tentación, siempre reprimida, de poner mi mano sobre tu pecho y sentir, a través de la tela de tu camisa, la firme tibieza de tu carne», le dijo un día, entrando en materia. La frase debió de impresionar a su vecino, porque, a la mañana siguiente, la miró de una manera extraña. Ese día el autobús iba muy lleno; ellos se habían quedado atrás, juntos y aplastados contra el cristal del fondo. Ruggiero siempre se bajaba cuatro paradas antes; y aquella mañana, cuando llegó a su destino, le besó, a modo de despedida, ambas mejillas; pero después titubeó un momento y se demoró un instante sobre los labios de ella. Apenas si fue un leve roce: esos calientes y desnudos labios de hombre, esa boca un poco entreabierta, esa fisura mínima, ese precipicio en donde todo empieza y todo termina.
Ana creyó que aquello era el comienzo, pero era el fin.
Galvanizada por ese aperitivo de lo carnal, fue cediendo más y más al espejismo amoroso y cibernauta, hasta perder pie completamente. Le enviaba ardorosas cartas electrónicas, sin querer advertir que él se iba arrugando más y más con sus embestidas verbales. Los mensajes de Ruggiero eran cada vez más breves, más secos, más tardíos. Pero ella no asumió como afrenta sus retrasos, ni su creciente austeridad expresiva: es pasmoso lo mucho que aguantamos, en el amor, cuando estamos dispuestos a mentirnos. Estará ocupado, tendrá mucho trabajo, es tímido, no puede expresarse bien en castellano, teme herirme, estos italianos del norte son como alemanes y no saben mostrar sus emociones, se consolaba ella. Pero no, de los teutones Ruggiero sólo tenía el color de su pelo; en lo demás era latino y jacarandoso y expresivo, y tan coqueto como un siciliano retinto. Por eso al principio hizo ojitos con Ana y soñó con su cara irresistible de niño un poco ajado (pero entonces ella…); y fue luego, a medida que la desmesura de la necesidad de la mujer fue cayendo sobre él como gotas de plomo derretido, cuando se fue achicando. El amor es un juego de vasos comunicantes; y cuanta más presión apliques sobre el líquido emocional en este extremo, más se desbordará por el otro lado. A Ruggiero le daba miedo la pasión de Ana; y le inquietaba su situación, esa tópica soledad de persona sin pareja y sin hijos, ese desequilibrio frente a Johanna y los lindos niñitos; adónde voy, estaba diciéndose Ruggiero, en menudo lío me estoy metiendo.
De modo que a veces empezó a faltar a la cita del autobús de las nueve; y, cuando iba, los trayectos comenzaron a convertirse en algo embarazoso. Allí, a la cruda luz de la mañana, entre el sudor y el olor a sueño de los otros viajeros, zambullidos en la mera realidad, ya no sabían de qué hablar, cómo mirarse, qué hacer o qué decir; tanto los había sobrepasado, en su atrevimiento, la escritura y el ensueño cibernético. Es decir, la escritura de ella; porque Ruggiero hacía malabarismos con sus cartas para quedarse siempre en un perfecto limbo entre lo cariñoso y lo remoto, y nunca terminaba sus mensajes con nada más caliente ni más íntimo que un muy cauteloso «cuídate».
Y, mientras tanto, Ana proseguía su descenso a la total indignidad con las velas al viento.
Qué extraña enfermedad es la pasión. Desde niños llevamos en el ánimo un dolor, una herida sin nombre, una necesidad frenética de entregarnos al Otro. A ese Otro, que está dentro de nosotros y no es más que vacío, lo intentamos encontrar por todas partes: nos o inventamos en nuestros compañeros de universidad, en el colega de trabajo, en nuestro vecino. Como Ana y Ruggiero. Ahora bien, cuando ese perfecto extraño no responde a nuestra necesidad y nuestra fabulación, entonces nos embarga la tristeza más honda y más elemental, esa desolación que Dios debió de crear en el Primer Día, tan antigua es y tan primordial. Desciende la melancolía del desamor sobre nosotros como una lluvia de muerte sólo comparable a la del Diluvio Universal; porque igual de tristes y de excluidos y de condenados a la no vida debieron de sentirse, cuando aquella hecatombe, todos los seres que no encontraron plaza en el Arca de Noé. Aupados a una última colina que en pocas horas también se anegaría, las criaturas no admitidas contemplarían con desgarradora nostalgia cómo se alejaba la barca salvadora, toda ella repleta de parejas. Las felices e inalcanzables parejas de los otros.
Ana también miraba cómo Ruggiero se iba apartando de ella acompañado de su mujer y sus hijos, de todas esas cosas que él tenía y con las que había llenado su Arca de Noé particular; y, mientras le veía desaparecer en el horizonte, ella iba cumpliendo una vez más todas las etapas habituales de la infamia. Por citar unas cuantas: rogó. Suplicó. Le juró que dejaría de escribirle. Se desdijo. Le juró que dejaría de quererle. Se desdijo otra vez. Si no había llegado para el autobús de las nueve, se esperaba hasta el de las nueve y media para ver si venía (aunque lloviera o tronara o granizara o soplara un vendaval insoportable). Incluso empezó a ir al autobús de las ocho y media, por si acaso él se levantaba antes (aunque soplara un vendaval insoportable o tronara o lloviera o granizara). Y además: cada vez que veía el nombre de Ruggiero en los buzones del portal le entraba taquicardia. Cada vez que oía o leía o veía algo relacionado con Italia le abrumaba el desconsuelo. Cada vez que caía un periódico en sus manos creía morir de añoranza aguda. Inventó platos seudoitallanos para homenajearle secretamente en la distancia: Provolone al Corriere della Sera, Espinacas Milanesas Rugientes; tanto los empleados del restaurante como los clientes estaban turulatos ante lo estrafalario de los actos de Ana. La gente no entendía, no podía saber que, por entonces, ella no tenía otro afán en la vida que el de embarcarse en el antiguo viaje, el único que en verdad merece la pena realizar, ese viaje que te conduce al otro a través del cuerpo. Porque no hay prodigio mayor en la existencia que la exploración primera de una piel que se añora y se desea. Conquistar el cuello del amado con la punta de los dedos, descubrir el olor de sus axilas, zambullirse en el deleite del ombligo, adentrarse en el secreto de esa boca entreabierta como quien se aventura en la inexplorada Isla del Tesoro.
De manera que Ana siguió haciendo el ridículo durante algunos meses.
Hasta que una madrugada, en un momento de lucidez, O quizá de hastío, o probablemente temiendo haberle hecho mala impresión con tantas quejas, le mandó una carta razonable a su vecino. Estoy contenta con mi vida, le venía a decir; no me importa que no hayas respondido a mis avances, se sugería entre líneas. Y terminaba, magnánima y airosa, enviándole un «casi amistoso beso». Ruggiero le contestó a la mañana siguiente, con una celeridad y una expresividad insólitas en él desde hacía mucho tiempo. Su carta, larga, locuaz, chistosa, estaba llena de alivio y de palabras afectuosas: «Qué bien que estás contenta, yo soy contento si tu estás feliz», decía. Y al final se despedía con unos inesperados «besos arru’stosos».
Ana hubiera querido matarle. Fue la estocada final, la herida última; ella había sobrellevado su creciente frialdad, su desatención y sus retrasos, pero lo que ya no podía soportar era todo ese afecto equivocado. ¿De modo que durante meses le había sido tan difícil escribir en sus cartas una miserable expresión cariñosa (todos esos petrificados circunloquios del «cuídate») y ahora era capaz de pasar, de la noche a la mañana y tan fácilmente, a los exuberantes besos amistosos? Pero, entonces, ¿no había sido timidez, no había sido represión emocional, no había sido diferencia cultural, sino que simplemente nunca la había mirado como Ana había querido que la mirara? El rugiente Ruggiero no rugía para ella.
«Me mandas besos amistosos, y deduzco por ello que a lo mejor pretendes ser mi amigo. Pues lo siento mucho, Ruggiero, pero ya ves, tengo amigos de sobra y ni necesito ni me interesa entablar una amistad con nadie más. O, por lo menos, no tengo ningún interés en hacerlo contigo. ¡Ah! Por cierto: cuídate.» Este texto lo escribió Ana, este texto lo envió como última carta de su precaria historia.
Y a partir de entonces, muy furiosa y muy digna, empezó a coger el autobús de las nueve y media.

martes, 14 de febrero de 2012

OTRO CUENTO DE HESSE: PARÁBOLA CHINA.

Un anciano llamado Chunglang, que quiere decir «Maese La Roca», tenía una pequeña propiedad en la montaña. Sucedió cierto día que se le escapó uno de sus caballos y los vecinos se acercaron a manifestarle su condolencia.
Sin embargo el anciano replicó:
-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!
Y hete aquí que varios días después el caballo regresó, y traía consigo toda una manada de caballos cimarrones. De nuevo se presentaron los vecinos y lo felicitaron por su buena suerte.
Pero el viejo de la montaña les dijo:
-¡Quién sabe si eso ha sido un suceso afortunado!
Como tenían tantos caballos, el hijo del anciano se aficionó a montarlos, pero un día se cayó y se rompió una pierna. Otra vez los vecinos fueron a darle el pésame, y nuevamente les replicó el viejo:
-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!
Al año siguiente se presentaron en la montaña los comisionados de «los Varas Largas». Reclutaban jóvenes fuertes para mensajeros del emperador y para llevar su litera. Al hijo del anciano, que todavía estaba impedido de la pierna, no se lo llevaron.
Chunglang sonreía.

Herman Hesse.

domingo, 5 de febrero de 2012

LA METAMORFOSIS DE PIKTOR

El joven Piktor ha entrado en el Paraíso y se encuentra frente a un árbol que es a la vez hombre y mujer. Con veneración lo mira y le pregunta: “¿Eres tú acaso el Árbol de la Vida?” Pero cuando, en lugar del árbol, le responde la Serpiente, Piktor se vuelve para continuar su camino. Contempla todo con atención y todo le encanta en el Paraíso. Claramente presiente que se halla en el origen, en la fuente de la vida.

Ve otro árbol, que es ahora al mismo tiempo Sol y Luna. Y Piktor le pregunta: “¿Eres acaso tú el Árbol de la Vida?” El Sol lo confirmó riendo; la Luna, con una sonrisa.

Flores maravillosas le contemplaron, flores de variados colores, flores que tenían ojos y caras. Algunas reían ampliamente, otras casquivanas; algunas ni se movían ni reían, permanecían mudas, ebrias, hundidas en sí mismas, envueltas en su propio perfume, como sofocadas. Una flor le cantó la canción de las lilas; otra, una canción de cuna azul oscura. Una flor tenía los ojos como un zafiro duro; otra le recordó su primer amor; otra, el color del jardín de su niñez, la voz de su madre y su perfume. Esta se rió, aquélla le sacó la lengua, una lengüita curva, rosada, que se le aproximó. Piktor extendió la suya para tocarla. Le encontró un sabor agrio y salvaje, a racimo y a miel y también como al beso de una mujer.

Aquí, entre todas estas flores, Piktor se sintió henchido de nostalgia y temeroso. Su corazón latió fuerte, como una campana, quemándose, tendiendo hacia algo desconocido.

Piktor vio ahora un pájaro reclinado en el pasto, refulgiendo de tal suerte que parecía poseer todos los colores.

Y Piktor le preguntó:

- ¡Oh pájaro! ¿Dónde se encuentra la felicidad?
- ¿La felicidad? Se encuentra en todas partes: en la montaña y en el valle, en la flor y en el cristal.

El pájaro sacudió alegre sus plumas, movió el cuello, agitó la cola, guiñó un ojo y se quedó inmóvil sobre el pasto. Repentinamente se había transformado en una flor, las plumas eran hojas, las patas raíces. Piktor lo contempló maravillado.

Pero casi enseguida, la flor-pájaro movió sus hojas; se había cansado de ser flor y ya no tenía más raíces. Proyectándose lánguidamente hacia arriba, se transformaba en mariposa, meciéndose sin peso, toda luz.

Piktor se maravillaba aún más. El alegre pájaro-flor-mariposa voló en círculos en torno de él, brillando como el sol; se deslizó hacia la tierra y, como un copo de nieve, quedóse allí, junto a los pies de Piktor. Respiró, tembló un poco con sus alas luminosas y, de inmediato, se transformó en cristal, de cuyos cantos irradiaba una luz rojiza. Maravillosamente brilló entre la hierba, como campanas que tocan para una fiesta.

Así brilló la joya.

Mas parecía ya que su fin se acercaba, que la tierra la atraía, y la piedra preciosa fue disminuyendo con rapidez, como si quisiera hundirse bajo la hierba.

Entonces Piktor, llevado por un deseo imperioso, tomó la joya entre sus manos y la retuvo. Con fervor miró su luz mágica; traspasaba su corazón una añoranza por todas las venturas.

Fue en ese instante que de la rama de un árbol muerto se deslizó la Serpiente y le susurró al oído: “La joya se transforma en lo que tú quieras. Comunícale rápido tu deseo, antes que sea tarde”.

Piktor temió perder la oportunidad de alcanzar su felicidad. Con premura dijo la secreta palabra. Y se transformó en un árbol. Porque árbol era lo que Piktor siempre había añorado ser. Porque los árboles están llenos de calma, fuerza y dignidad.

Creció hundiendo sus raíces en la tierra y extendiendo su copa hacia el cielo. Hojas y ramas nuevas surgieron de su tronco. Era feliz con ello. Sus raíces sedientas absorbieron el agua de la tierra, mientras las hojas se mecían en el azul del cielo. Insectos vivían en su corteza y a sus pies se cobijaron las liebres y el puerco espín.

En el Paraíso, alrededor suyo, la mayoría de los seres y las cosas se transformaban en la corriente hechizada de las metamorfosis. Vio fieras que se cambiaron en piedras preciosas o que partieron volando como pájaros radiantes. Junto a sí, varios árboles desaparecieron de improviso; se habían vuelto vertientes; uno se hizo cocodrilo, otro se fue nadando, lleno de gozo, transformado en pez. Nuevas formas, nuevos juegos. Elefantes trasmutaron sus vestidos en rocas, jirafas se convirtieron en monstruosas flores.

Pero él, el Árbol-Piktor, siempre se quedó igual; no podía transformarse más.

Desde que se dio cuenta de ello, desapareció su felicidad y, poco a poco, comenzó a envejecer, tomando el aspecto cansado, serio y ausente que se puede observar en muchos árboles antiguos.

También los caballos y los pájaros, también los seres humanos y todas aquellas criaturas que han perdido el don de la renovación, se descomponen con el tiempo, pierden su belleza, se llenan de tristeza y preocupación.

Una vez, una niña muy joven se perdió en el Paraíso. Su pelo era rubio y su traje, azul. Cantando y bailando, llegó junto al Árbol-Piktor. Más de un mono inteligente se rió destemplado detrás de ella; más de un arbusto le rozó el cuerpo con sus ramas; más de un árbol le arrojó una flor o una manzana, sin que ella lo notase. Y cuando el Árbol-Piktor vio a la niña, fue presa de una desconocida nostalgia, de un inmenso deseo de felicidad. Sentía como si su propia sangre le gritara: “¡Reflexiona, recuerda hoy toda tu vida, descubre su sentido! Si no lo haces, será ya tarde y nunca más vendrá la felicidad.”

Y Piktor obedeció. Recordó su pasado, sus años de hombre, su partida hacia el Paraíso y, en especial, aquel momento que precedió a su transformación en árbol, aquel maravilloso instante cuando aprisionara la joya mágica entre sus manos. En aquel entonces, como todas las metamorfosis le eran posibles, la vida latía poderosamente dentro de él. Se acordó del pájaro que había reído y del árbol Sol y Luna. Le pareció descubrir que entonces olvidó algo, dejó de hacer alguna cosa y que el consejo de la Serpiente le había sido fatal.

La niña escuchó el ulular de las hojas del Árbol-Piktor, moviéndose en marejadas. Miró a lo alto y sintió como un dolor en el corazón. Pensamientos, deseos y sueños desconocidos se agitaron en su interior. Atraída por estas fuerzas, se sentó a la sombra de las ramas. Creyó intuir que el árbol era solitario y triste, al mismo tiempo que emocionante y noble en su total aislamiento. Embriagadora sonaba la canción de los murmullos en su copa. La niña se reclinó sobre el tronco áspero, sintió como se conmovía y un estremecimiento igual la recorrió. Sobre el cielo de su alma cruzaron nubes. Lentamente cayeron de sus ojos lágrimas pesadas. ¿Qué era esto? ¿Por qué el corazón deseaba hasta casi romper el pecho, tendiendo hacia un más allá, hacia aquél, el bello solitario?

El Árbol-Piktor tembló hasta sus raíces, con vehemencia acumuló todas las fuerzas de su vida, dirigiéndolas hacia la niña en un deseo de unirse a ella para siempre. ¡Ay, que se había dejado engañar por la Serpiente y era ahora sólo un árbol! ¡Qué ciego y necio había sido! ¿Tan extraño para él fue el secreto de la vida? ¡No, porque algo había presentido oscuramente entonces! Y con enorme tristeza recordó al árbol que era hombre y mujer.

Entonces un pájaro se aproximó volando en círculos, un pájaro rojo y verde. La niña lo vio llegar. Algo cayó de su pico. Luminoso como un rayo, rojo como la sangre o como una brasa, precipitándose en la hierba, iluminándola. La niña se inclinó para recogerlo. Era un carbúnculo, una piedra preciosa.

Apenas tomó la piedra en sus manos, cumplióse el deseo del cual su corazón hallábase colmado. Extasiada, fundióse e hízose una con el árbol, transformándose en una fuerte rama nueva, que creció con rapidez hacia los cielos.

Ahora todo era perfecto y el mundo estaba en orden. Únicamente en este instante se había hallado el Paraíso. Piktor ya no era más un árbol viejo y preocupado. Y Piktor cantó fuerte, en voz alta: “¡Piktoria! ¡Victoria!” Se había transformado, pero alcanzando la verdad en la eterna metamorfosis; porque de un medio se había cambiado en un entero.

De ahora en adelante podría transformarse tanto como lo deseara. Para siempre deslizóse por su sangre la corriente hechizada de la Creación, tomando así parte, eternamente, en la creación que a cada instante se renueva. Fue venado, pez, hombre y serpiente, nube y pájaro; pero en cada forma se hallaba entero, en cada imagen era una pareja, dentro de sí tenía al Sol y a la Luna, era hombre y era mujer. Como río gemelo deslizábase por los países; como estrella doble, en el alto cielo.

Herman Hesse.